lunes, 27 de diciembre de 2010

EL EXTRAÑO REGALO


Érase una vez, hace mucho, o tal vez poco, tiempo, en un lejano, o no tan lejano, reino, vivía una pareja de monarcas exitosos, ricos y severos. El rey y la reina, la reina y el rey, se pasaban el día ordenando y decretando, promulgando y estudiando. De todo creían que debían saber, y a todos pensaban que debían mandar.

Tenían los reyes una hija, pequeña, inteligente y seria. Los niños y, por supuesto también los adultos, deben ser felices, pero aquella pequeña no lo era. Se sentía sola, no tenía con quien jugar y la obligaban a estudiar sin cesar para un día, el reino heredar.

Todos los años, los padres de aquella niña, es decir, los reyes, le ofrecían, en las fiestas del Invierno, los mejores presentes: pájaros mecánicos fabulosos, vestidos preciosos, ingenios grandiosos, objetos maravillosos, aunque para la niña no eran más que objetos odiosos.

Aquel año del que nos estamos ocupando, los monarcas habían estado tan atareados que no habían tenido tiempo ni de encargar alguno de aquellos costosísimos juguetes con los que creían estimular cada vez más y más la inteligencia de su heredera. Así que, haciendo una excepción, decidieron directamente preguntarle a la princesa lo que deseaba como presente invernal.

La citaron en la sala del trono (siempre se comunicaban con ella a través de citaciones oficiales) y allí acudió la niña un tanto intrigada por las próximas órdenes que iba a recibir (siempre que le hablaban sus padres era para darle instrucciones). Al llegar ante la presencia de los reyes, sus padres, como marcaba el protocolo, con un apretón de manos la recibieron (otras muestras de cariño más cálidas eran incompatibles con su regia ocupación). Tras estrecharse las manos y sin más dilación, siempre había mucho que hacer, le plantearon a la pequeña la siguiente cuestión:

-“Alteza infantil, ¿qué costosísimo presente desea usted que sus insignes progenitores le ofrezcan en las próximas fiestas invernales?”.

La princesa se quedó sorprendida ante la pregunta, nunca le habían pedido su opinión para ninguna cuestión. Sin embargo, a pesar de la extrañeza, la inteligente niña sabía muy bien lo que quería. Así pues, ni corta, ni perezosa, tras realizar una genuflexión ante su padre y su madre, les dirigió las siguientes palabras:

-“Unas gafas para que sus majestades me puedan Ver, me pueden Usías ofrecer”.

Tras escuchar atentamente a su hija, los monarcas se quedaron estupefactos ¿qué extravagante petición era aquella de aquélla singular pequeña? No comprendían la absurda solicitud de su hija, pero, sin mostrar el más mínimo atisbo de duda, ésta era incompatible con el cargo, le comunicaron que le comprarían lo que ella les había demandado y las despidieron citándola para la próxima audiencia, que sería la víspera de la gran fiesta.

Los reyes, tenían diez días para hallar la solución al enigma que su excepcional hija les había planteado ¿gafas para Verla a ella? ¡si ellos la vigilaban perfectamente! ¡Qué incongruente petición! Para no perder más tiempo con este tema, los monarcas convocaron a los sabios más sabios del reino para que alguno de ellos resolviera el enigma. Uno tras otro, una tras otra, acudieron estos eruditos a palacio al reclamo de la convocatoria y de la recompensa ofrecida. Ofrecieron mil y una ideas, pero todas fueron rechazadas por la princesa, a la que siempre se le consultaban los objetos por si lo expuesto por el sabio de turno era el regalo que ella deseaba.

Sólo faltaban unas horas para el comienzo de las fiestas y la incertidumbre comenzó a hacer mella en el rey y la reina. ¿Por qué su hija rechazaba todos los regalos que le ofrecían? ¿Cuáles eran las causas de su oposición? No tenían ni idea de cómo solucionar el problema y eso ¡nunca le había pasado a ellos!

Sólo les quedaba una solución, acudir a preguntarle directamente a la sabia más sabia del reino, una extraña y anciana mujer que desde la noche de los tiempos vivía en medio del bosque más cerrado y bello del reino y que se había negado una y otra vez a acudir a palacio enviándoles junto a la negativa, una nota con las siguientes palabras: “si la solución queréis hallar, en el lago de la Verdad os tenéis que reflejar”.

Al ser pues la única opción que les quedaba, se fueron, prestos, los reyes, hacia aquel soberbio bosque. La sabia dama, con gran cordialidad y una enorme sonrisa, las puertas de su casa les abrió al oírles llegar. A primera vista, parecía que la erudita vivía en una pequeña choza pobre y destartalada, pero en realidad, las personas que en aquel mágico espacio entraban, se sumergían, al traspasar el umbral, en una fantástica atmósfera de olores, colores, imaginación y Amor. Los reyes se maravillaron ante tanta emoción y tras adentrarse en la casita, el corazón de grandes sentimientos se les inundó. El momento de reflejarse en el lago de la Verdad había llegado.

Cerca de la chozuela de la vieja dama, existía un mágico lago, tal vez más estanque que lago, aunque tal vez más laguna que charco. Aquel lago, tenía la extraña propiedad de mostrar la Verdad, la realidad tal y como es, no como la interpretaban las personas antes de reflejarse en él. No era un reto fácil y por ellos, muchos humanos temían contemplarse en el agua y preferían pasar de largo ante aquel desafío (mejor no ver lo que no querían, pensaban ellos).

Sin embargo, los reyes no estaban dispuestos a dejar de resolver el misterio que les había planteado su hija y junto a la vieja dama, fueron a reflejarse en el agua de la Verdad. Al principio, todas las imágenes que les ofrecía el lago les parecieron confusas, momentos de su niñez de pesar y melancolía: una vida uterina triste y estresante, demasiadas obligaciones de sus propias madres y padres reyes; una niñez solitaria y llena de responsabilidades; pocos juegos, ninguna compañía, muchos regalos y juguetes, pero escasos momentos con sus padres para compartirlos. El tiempo fue pasando y la chispa e inocencia infantiles, habían acabado escondidas, bajo profundas capas de insatisfacción y resignación. Sus padres no les habían acompañado en sus descubrimientos infantiles, nadie les había regalado, sin estar contratados para ello, su tiempo de forma desinteresada y cariñosa. La soledad había sido su eterna acompañante y los miles de regalos que habían recibido no habían sido más que pobres sustitutos de sus verdaderas necesidades de bebés y niños: Amor, compañía, paciencia, respeto y tiempo, tiempo junto a Mamá y Papá.

Contemplar la Verdad de su propia niñez, enfrentó de golpe a los reyes con la Verdad sobre la durísima infancia de su extraordinaria hija. Aún estaban a tiempo de recuperar su Amor, ella les había ofrecido con su petición, una preciosa última oportunidad. El sutil Amor Verdadero entre ellos aún no se había quebrado del todo y la solución era tan sencilla, tan evidente y tan difícil para muchos: ¡el mejor regalo era la compañía de sus padres!, una compañía llena de juegos, descubrimientos, felicidad y risas ¡nada de regañinas!, ¡nada de órdenes y palabras amargas!, sólo comprensión, paciencia, respeto y un acompañamiento emocional rico y coherente.

Lo material nada tiene de especial, les dijo la anciana sabia. No abandonéis a vuestra hija como lo hicieron con vosotros. No regaléis para compensar. No perdáis la oportunidad de acompañar a vuestros hijos en sus juegos, en sus risas, en sus descubrimientos vitales. Llenadlos siempre de Amor, de besos, de abrazos, de caricias y bellas palabras. ¡Pasad junto a ellos vuestro tiempo! Ellos, con su Amor infinito hacia nosotros, nos ofrecen mucho más de lo que puedan costar un juego electrónico o un oso de oro. No os perdáis la infancia de vuestros hijos por acumular bienes o trabajos. Día a día, ellos van creciendo y se van haciendo mayores, si no pasamos ese tiempo con ellos, no lo podremos recuperar jamás.

Dicho esto, la anciana se sacó de su bolsillo una gafas muy especiales, unas gafas, cuyas lentes estaban fabricados con el agua de la Verdad de aquel lago. Aquellas gafas, la gran sabia a los reyes se las prestó para que ellos fueran ayudando a los otros padres y madres del reino a Ver a sus hijos con ellas, a recuperar el sutil Amor familiar, la confianza de sus hijos y a no perder más tiempo bajo el influjo de huecas promesas de dinero, fama y poder.


Por cierto, y Tú ¿te atreveríais a probarlas?




Texto: Elena Mayorga