Esta
mañana al despertar me he sentido raro; al prepararme para ir al trabajo
deambulaba por la casa en busca de algo que no sabría explicar; el agua en el grifo de la ducha, la
fruta con cereales en la mesa para el desayuno, la mirada se perdía a través de las ventanas de la
cocina, mis pies sobre un piso
que me incomodaba … hasta que me
dí cuenta que no estaba allí; por un momento observé como
mis pensamientos luchaban por
mantener vivo el lenguaje visual que aún guardaba en mis retinas.
De pronto sobrevolaron mi memoria la inmensa
sonrisa de los niños, la blanca espuma del verde té, el sabroso pan recién hecho por Mona, la luna llena que sigilosamente
guardaba Bachir, las casas invitaban
a la amistad tras sus azotados ladrillos de adobe, las jaimas abiertas nos
mostraban un mundo multicolor en
su interior, la fina arena de las dunas acariciaba nuestras pupilas, el
murmullo de los niños del colegio invitaba a trabajar, la hospitalidad de la familia resaltaba nuestro ánimo, las saladas lágrimas de la despedida
encogían nuestro estómago; sí, durante estos siete días en los campamentos de refugiados
saharauis el tiempo se detuvo y surgió ante nosotros la vida, en estado puro, en medio de la nada, donde el corazón galopaba entre sensaciones que nacían a
borbotones para enseñarnos como vive el pueblo saharaui.
Como
siempre, hemos traído mucho más de todo aquello que
hemos dejado; ese es, a nuestro entender, el secreto mejor guardado de este
pueblo y por eso no, no quiero olvidar esto que pienso y por eso escribo.
A Tere,
Ana, Yanira, Pablo, Nira y Alberto que me acompañaron en este viaje a descubrir
y rodar la verdad de un pueblo
olvidado, no puedo más que darles un millón de gracias por hacer de este sueño una justa realidad y haber demostrado que el cine es un trabajo en equipo.
A todos, un fuerte abrazo
Vista de la wilaya de Dajla. Campamentos de refugiados saharauis en Tinduf (Argelia). |
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