viernes, 19 de febrero de 2010

LA SUPERVIVIENTE

Bahia Bakari, una adolescente francesa, aparentemente frágil, que ahora tiene 14 años, muy tímida, buena estudiante, fan de los Jonas Brothers, cuenta su milagrosa historia con un hilo de voz, pero sin titubeos, sentada en la lavadora de la cocina de su casa de Corbeil-Essonnes, una localidad situada a una veintena de kilómetros de París. Al principio no tiene ganas de volver a recordar el accidente pero luego se anima explicándose cosas a sí misma y acaba sonriendo a veces. Su padre, Kassim Bakari, de 42 años, se encuentra al lado, atento a lo que dice su hija, a las reacciones de su cara, protegiéndola de todo, como ha hecho desde el día en que se enteró por un telefonazo urgente de que, tras haberla dado por muerta junto a la madre, su hija había sobrevivido al accidente.
Todo empezó el 29 de junio pasado, cuando Bahia y su madre Aziza salieron de casa en dirección al aeropuerto parisiense de Charles de Gaulle para acudir a una boda muy lejana. El destino final del viaje era las islas Comoras, la tierra de origen de la familia, el lugar en el que nacieron el padre y la madre de Bahia en la década de los sesenta. Los 1.300 euros de cada billete obligaron a seleccionar y el padre decidió que volaran sólo su mujer y su hija mayor en representación de los Bakari para acompañar a un tío suyo que se casaba en una semana.
Llenaron una maleta entera con regalos franceses; otra con ropa de verano. Desde París volaron hasta la ciudad de Marsella; de Marsella, en otro avión similar, a Sanáa, en Yemen. Allí, la compañía Yemenia Airlines les cambió de nuevo de avión para la última parte del viaje. El aparato, un viejo Airbus 310, sin permiso desde 2007 para volar en Europa por determinadas irregularidades detectadas por las autoridades aeronáuticas francesas y confinado a trayectos africanos menos exigentes, constituía lo que los comoranos, acostumbrados a esa compañía aérea, denominan "aviones basura" o "aviones ataúd". Bahia lo describe a su manera:
-Olía mucho a váter. Y había moscas dentro.
En un principio, a Bahia le correspondió un asiento situado lejos de su madre. Tras hablar con las azafatas, pudo cambiarse y sentarse junto a ella, al lado también de la ventanilla.
-No noté nada especial en el vuelo. Estaba muy cansada, muy aburrida. Llevábamos más de 14 horas de viaje desde París, en tres aviones distintos. Tenía muchas ganas de llegar. Recuerdo que me levanté para ir al servicio, que volví, que me senté y que las azafatas dijeron entonces que nos preparáramos, que íbamos a aterrizar ya. Ellas se sentaron en sus sitios y se ataron los cinturones. Las noté tranquilas. Yo me até el mío. Recuerdo perfectamente que me lo até. Miraba por la ventanilla, muy inclinada sobre el cristal, para descubrir las luces del puerto...
Entonces oye un ruido insoportable parecido al que hace una tela al rasgarse. Siente una suerte de aspiración gigante y una descarga eléctrica en su sistema nervioso que la deja inconsciente. El avión acaba de estrellarse en el mar sin que aún se sepa exactamente por qué. Nadie ha dado aún con las causas de este accidente, todavía con un juicio pendiente.
Bahia despierta en el agua. Bucea, sale a flote. Tose, escupe, grita. Nada unos cuantos metros gracias a los conocimientos de natación de las clases de piscina del instituto. No recuerda el momento de caer, no recuerda el golpetazo contra el mar. Tan sólo el hecho de verse de pronto debajo de las olas.
-Oí gritos de varias mujeres que pedían socorro cerca de mí. Me fijé por si venían a rescatarlas y luego a mí. Pero no pude orientarme. Luego todo se quedó en silencio. Vi cuatro trozos del avión a mi lado. Elegí uno que tenía una ventanilla porque era el más grande.
Trata de subirse a él, pero la plancha de metal no tiene superficie suficiente y se desliza por debajo de ella o acaba hundiéndose. Se resigna a quedarse recostada, con la cabeza y el torso apoyados en la plancha pero con las piernas sumergidas. Nota que el mar sabe a gasolina. No repara en el queroseno que la rodea, liberado por el avión tras el accidente. No hay fuego, ni llamas, ni luces cerca o lejos, ni luna en el cielo. Bahira recuerda una noche cerrada y silenciosa en la que acaba de ingresar de golpe sin comprender aún cómo. Imagina tontamente la maleta llena de regalos para los parientes de la boda hundida en el mar. Siente que le duele el ojo izquierdo, que le pesan las piernas, que los pantalones vaqueros y los botines se han convertido de pronto en una condena, que no puede mover el cuello hacia la derecha, que le duele la cadera.
-Al principio no pensé demasiado en lo que me había pasado. Por la noche no reflexioné mucho. Tan sólo tenía miedo de una cosa: de los tiburones.
Trata de no dormirse porque también tiene miedo de soltarse de la plancha y hundirse. Pero no puede evitarlo y se adormece, brutalmente agotada, sin haber pensado aún mucho en lo que le acaba de ocurrir.
Es entonces, mientras su hija flota de noche en medio del océano subida a un trozo del avión con ventanilla, cuando su padre, Kassim, recibe la primera de las llamadas angustiosas de esas horas. En París son entonces las tres de la madrugada, dos horas menos que en las islas Comoras. Una amiga francesa le pide que ponga la televisión en ese momento. Él obedece. Cambia de cadena, una detrás de otra, al no encontrar nada interesante: entonces repara en la leyenda roja de alerta que luce un canal de noticias, que informa en un teletipo escueto de que un vuelo de Yemenia Airlines con destino a Moroní ha desaparecido de la pantalla de los radares hace poco más de una hora. Permanece imantado a la televisión hasta que amanece. Entonces decide llevar a sus tres hijos pequeños a casa de su hermana y encerrarse en su domicilio a la espera de noticias. Hay familiares que acuden al aeropuerto, bloqueado por un grupo de hombres indignados también originarios de las Comoras que protestan por el estado de los aviones en que les obligan a viajar a Moroní.
Mientras, en la parte del mundo en la que Bahia vaga a la deriva, entre las islas Comoras y el continente africano, ha amanecido hace tiempo. Milagrosamente, Bahia, la adolescente delgada y de apariencia frágil, no se ha desprendido del trozo de avión que le sirve de balsa a pesar de su semiinconsciencia. No sabe cómo lo hizo, cómo lo consiguió: pero sigue viva, abrazada a la plancha metálica con ventanilla. Aún tiene en la boca el sabor metálico de la gasolina. Siente que hace mucho frío, cada vez más.
Entonces, a la luz de la mañana, auxiliada por cierta lucidez que le aporta el haber dormido y descansado algo, Bahia descubre lo sola que se encuentra en medio del océano.
-Pensé que yo era la única que había salido del avión. Que tal vez por inclinarme tanto para ver cómo aterrizaba me había caído, no sé cómo, a través de la ventanilla. Pensé que mi madre debía de estar muy preocupada en el aeropuerto, con los otros pasajeros, sin saber dónde estaba yo, por dónde andaba. Cuando recordé las voces de las mujeres que pedían socorro, que yo había oído por la noche, pensé que las había soñado, que eran una pesadilla. Era difícil saber lo que era un sueño y lo que no.
Con el amanecer, las islas Comoras se han movilizado para acudir al rescate de las víctimas del accidente. También Francia que, desde la cercana colonia de la isla de Mayotte, ha enviado aviones de reconocimiento. Hay buques militares, viejos barcos de pescadores que salen en ayuda de las víctimas a pesar de que el mar se encrespa cada vez más, a cada minuto. Los patrones llevan anotadas las coordenadas servidas por los aviones que ya han rastreado la zona y aseguran haber visto restos del Airbus. Todos saben que no hay mucho tiempo: las corrientes marinas, lejos de avanzar hacia la costa de las islas Comoras, lo empujan todo en dirección contraria, hacia Tanzania, a una velocidad constante de 80 kilómetros en un día. Esto significa que la carrera no es sólo contra el temporal que parece echárseles encima, sino contra el reloj.
Bahia, a su manera confusa e instintiva también se da cuenta de eso: comprueba que la costa verde que al principio de la mañana descubrió al frente se aleja cada vez más sin que pueda hacer nada por impedirlo. Ya ni siquiera bracea. Las piernas se le han vuelto de plomo y comienzan a dolerle. El ojo izquierdo no ha dejado de dolerle en ningún momento. Le empieza a doler también la cadera a cada movimiento. Sigue sin poder torcer el cuello. Tiene sed, debido a que cada vez traga más agua salada con sabor a queroseno por la creciente envergadura y violencia de las olas. Y hambre: su última comida fue un pollo indigesto y una ensalada de muy mala pinta que les ofrecieron en ese avión de saldo y que su madre le obligó a comerse por entero. El balanceo de la plancha en la que vaga sujeta es más pronunciado. Cada hora que pasa es más difícil evitar que el mar la devore debido a su propia debilidad creciente.
-Oía aviones. Luego me he enterado de que siempre era el mismo avión, que recorría la zona en busca de supervivientes. Pero yo no lo sabía. Creí que eran aviones diferentes, que simplemente pasaban por ahí.
Hay decenas de barcos que buscan por el área acotada. Algunos encuentran cadáveres, restos del avión que flotan a la deriva. A bordo del pesquero Hishima, un marinero llamado Líbouna Selemaní descubre algo encima de una plancha de metal que navega a unos centenares de metros de su posición. El potente oleaje le despista, pero luego vuelve a verlo. Da la voz de alarma, grita al cuerpo que se balancea a lo lejos. Le arrojan un salvavidas que se queda flotando cerca sin que la persona que permanece encima de la plancha se moleste en mirarlo. Da la impresión de que está muerta.
-Oí gritos, vi el barco de unos pescadores. Era ya después de mediodía. No recuerdo bien, porque yo me dormía y me despertaba agarrada a la plancha. Oí que me gritaban "ven" o "por aquí", pero yo no podía hacer nada, no tenía fuerzas ni siquiera para levantar la mano. Me encontraba casi desmayada.
Selemaní no se lo piensa mucho y se arroja al agua con un cabo de cuerda en la mano. Llega nadando, no sin dificultad, hasta Bahia, que no recuerda muy bien el momento en que el marinero consigue agarrarla poniéndole una mano en el hombro. Le habla: "Tranquila, no te muevas. Te vamos a sacar de aquí".
La arrastra hasta el barco. La izan. La refugian en el camarote del patrón. La ayudan a despojarse de los botines, de los pantalones vaqueros, de la sudadera empapada y fría. La envuelven en cuatro mantas. Tirita. Siente escalofríos. El patrón le hace una cura de urgencia en el ojo herido. Le ayuda a vomitar varias veces el agua salada y el queroseno que almacenaba en el estómago y que funciona como un veneno. Ella da su nombre y el de su ciudad a los pescadores. Pregunta por su madre, convencida aún de ser la única persona que se ha caído del avión y no la superviviente de un avión destrozado. Sin precisar mucho, le contestan que la espera en el aeropuerto. Le dan algo de comer y algunos vasos de agua azucarada. Después se duerme, exhausta, sin saber todavía lo que le ha ocurrido, después de haber flotado más de ocho horas a la deriva completamente sola y en silencio, aterrorizada por los tiburones de su imaginación y por la amenaza real de ahogarse.
La noticia de que existe un superviviente del monstruoso accidente de avión da la vuelta al mundo, al principio con un error de bulto. Alguien desde el barco comunica que han rescatado a una niña y alguien en el puerto entiende que se trata de un bebé. Han de pasar aún varias horas hasta confirmar que la milagrosa superviviente es una adolescente de 13 años, delgada, con nombre y apellidos, que vive en las afueras de París.
Ése es el segundo telefonazo de urgencia que recibe el padre de Bahia en menos de diez horas. Un amigo de las islas Comoras que acaba de enterarse, le pregunta a bocajarro, casi sin saludar:
-Kassim, ¿cómo se llama exactamente tu hija, la del accidente?
Bahia llega a un hospital de Moroní. Los médicos la diagnostican heridas en un ojo, quemaduras en la mejilla, quemaduras en las piernas y una clavícula y una cadera rotas. A falta de hemorragias internas, nada grave.
Bahia todavía cree que ella sola se cayó del avión, que éste aterrizó sin problemas hace horas, que su madre vive. Por eso no entiende qué hace allí, a su lado, una psicóloga. Ésta le explica que hay muchas probabilidades de que se sienta culpable después de haber sobrevivido a un accidente de avión. Sorprendida, confusa, extrañada de esa frase algo enigmática, Bahia le pregunta por qué no está ahí su madre, y la psicóloga le responde, brutalmente, que no hay más supervivientes, que ella es la única persona viva que ha salido de ese avión.
Bahia habla poco de su madre. No quiere que le pregunten por ella. Su familia, durante mucho tiempo, tampoco lo hizo. Era, según cuenta, una manera de conjurar su ausencia, de sufrirla cada uno por su lado. Explica que el golpe de enterarse de que su madre había muerto en el accidente fue mucho más grande y más doloroso que el que sintió al desintegrarse el avión, peor que la noche pavorosa que padeció a la deriva en medio del mar.
El resto de la historia es simple: regresó en el avión de un ministro francés que acudió a interesarse por ella y a hacerse la foto, se reencontró con su padre, dividido entre la angustia de haber perdido a su mujer y la alegría de haber recuperado a su hija mayor; convaleció durante varios meses en un hospital de París, se le cerraron de nuevo los huesos de la clavícula y de la cadera, se le curó el ojo, las quemaduras leves de la mejilla y las graves de las piernas. Volvió a su casa y recuperó la vida cotidiana: su instituto, sus amigos, sus notas brillantes de alumna modelo.
Sigue siendo tímida, como recuerda el padre, que también resalta el inmenso deseo de vivir y el instinto de superviviente y la tenacidad que demostró en las horas sufridas después del accidente y en los días y meses que siguieron. En algún lugar de la casa guarda el teléfono de varios psicólogos especializados que le dieron en el hospital para ayudar a Bahia, pero no los ha utilizado por ahora.
Ella sonríe de una manera tristísima y esconde la cara porque todo esto le recuerda a su madre, cuyo cadáver nunca fue encontrado. Asegura que casi todos los días se acuerda del accidente, de la noche agarrada a la plancha con la ventanilla. Pero necesita terminar ya de contarlo. Hay cosas más importantes que hacer para una chica de 14 años: el futuro, que esta tarde tiene forma de un amigo que llama, que espera abajo y que les mete prisa a ella y a su padre para que salgan de casa. Se levanta de la lavadora de un salto.
-¡Papá, vámonos ya, tenemos que irnos al cumpleaños, lo prometiste!

Por Antonio Jiménez Barca, periodista de El País.

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